Por Sealtiel Alatriste
Es comprensible que se haya casado con Marilyn Monroe, cualquiera en su caso lo hubiera hecho. Es comprensible que ella lo buscara, pues sus vidas parecían apuntar hacia el otro. Es fácil decir esto a toro pasado, pensarán ustedes. Corría el año de 1956, se gestaba la década de esplendor del sueño americano (que aunque pocos lo crean fue la de los sesenta), y era natural que dos extremos de ese sueño se sintieran atraídos —los opuestos se atraen, reza alguna ley de la física pero entonces era difícil comprenderlo. La altura de ambos, la enorme altura de ambos, parecía apuntar a cielos que nunca habrían de cruzarse, pero se cruzaron. Marilyn había dado cuerpo, literalmente, al sueño de la nación americana; y Miller estaba dotando con su teatro de ilusiones a los miles de personas a quienes el american way of life les parecía una quimera.
Cada vez que Willy Loman, el protagonista de La muerte de un viajante, hablaba a sus hijos de sus triunfos, de la emocionante vida que llevaba en las carreteras norteamericanas, renovaba para muchos una fe perdida. Los críticos dicen que trataba de ocultar sus fracasos, que el ansia de triunfo —yugo de los norteamericanos de clase media que se ven forzados a perseguirlo sin fin— lo condujo a la muerte. Yo creo que la tragedia de Loman estuvo en confiar su vida a las ilusiones. Era, nada más, un hombre ilusionado al que la realidad le dijo, una y otra vez, que todo acaba en desilusión. La gran tragedia norteamericana estaba anunciada en esa obra que conmocionó al mundo entero. Se estrenó en el 49, cuando el siglo XX daba vuelta por mitad, y sigue hoy vigente como el primer día. Loman quería convencernos del peligro de ilusionarnos, pero al final, después de verla, de leer las otras obras de teatro de Miller, uno percibe que la promesa de Loman no se basaba en la necesidad de triunfar, sino en que para vivir es indispensable estar ilusionado. Sólo la desilusión conduce a la muerte, parece decirnos en el patio trasero de su casa, si el desencanto nos arrasa no hay salida posible.
Arthur Miller era un ilusionista por derecho propio y Marilyn era el símbolo vivo de esa ilusión. Es lógico que se casara con ella. Es más que lógico, aún, que ella lo deseara. Ella, siempre tan deseada.
No sé por qué, siempre que pienso en Miller se me viene a la cabeza una escena que obviamente nunca presencié, y que no recuerdo ni haber visto en un documental, ni leído en ninguna revista, ni que nadie me la hubiera contado. Están en el desierto filmando The Misfits (última película de Marilyn, siempre mal traducida al español), para la que Miller escribe el guión. Él sale de la tienda en la que trabaja durante el día y otea el paisaje; el viento levanta una polvareda, corren algunos huizaches, y a lo lejos descubre la silueta de su esposa, con sus pantalones vaqueros y su camisa de franela. Llevan cinco años de matrimonio, de lucha incansable entre el triunfo y la derrota, entre la sensualidad y la inteligencia, e n t re la depresión y la alegría, sin nunca acomodar sus ideales. En ese momento su imagen lo cautiva y lo comprende todo. La gente cree que es una desamparada, pero es ella quien ha desamparado al mundo. No lo sabe de cierto, pero su tragedia personal dejará al mundo en descampado. La mejor imagen de las ilusiones que quiere representar es esa: la mujer más bella del mundo, sola, tambaleante, en medio del viento del desierto. Los sesenta acaban de empezar con todo su vigor, es la década de las ilusiones que ella representa, la de la juventud que se lanzará en pos de todas sus esperanzas sin darse cuenta que esas esperanzas se sostienen con pastillas mezcladas con alcohol. Lo dirá en su autobiografía: Marilyn fue una poeta en la esquina de una calle intentando recitar a una multitud que sólo quiere quitarle la ropa. “Tendría que ser más cínica para vivir”, se dice. ¿Cínica como quién?, se pregunta a continuación y sigue observándola, incrédulo ante lo que empieza a sospechar. ¿Y si esto fuera Tebas?, ¿si esta sequía fuera la misma que provocó el pecado de Edipo?, ¿si él fuera Edipo, quien nunca hizo caso de las profecías de la Esfinge?, ¿se sacaría los ojos e iría a penar por el desierto? Ahí está él, fuera de su tienda, observando a Marilyn, y lo comprende todo. Es una escena imaginada que no puedo quitarme de la cabeza, como si fuera real.
El 21 de enero de 1961, una semana antes de que se estrene la película para la que escribía el guión, Miller lleva a cabo un acto doloroso que a la postre resulta tan simbólico como el de Edipo: se divorcia de Marilyn. Es una forma de sacarse los ojos, de darle cara al dolor, cuerpo al desengaño, de negar que las ilusiones siempre acaban en desilusión. Marilyn está desamparada, él mismo se irá a vagar por el desierto, el mito ha quedado al desnudo, pero, como dije, la década de los sesenta será de una búsqueda frenética de las ilusiones, de otro signo si se quiere, pero tan intensas como las que perseguía Willy Loman.
Arthur Miller ha muerto viejo y cargado de ilusiones. Una de las últimas cosas que dijo fue que se casaría con una joven de treinta y cuatro. Al saber la noticia de su fallecimiento no pude evitar imaginarlo, como siempre, saliendo de su tienda de campaña para ver la realidad con mirada de ilusionista. Imagino que repasó la escena, su significado oculto, y repitió lo que siempre ha dicho con su teatro: no importa el desengaño, la única razón para vivir está en la ilusión de creer que nos merecemos un mundo mejor; en la posibilidad, en fin, de confiar en que la imaginación —el teatro, la novela, el cine— nos la traerá tomada de la mano.