Rosa Montero


LEER PARA NO MORIR

Hay personas que recuerdan cuál fue el primer libro que leyeron. Yo no tengo ni idea. Mi madre me enseñó las letras siendo muy chica, antes de ir al colegio, y con tres años y pico ya leía. Guardo en mi memoria una vívida escena de aquella época (tan vívida que seguramente es una reconstrucción realizada sobre el relato que posteriormente me hicieron) sucedida en un compartimiento de un tren. Yo debía de tener unos cuatro años y siempre fui menuda, una birria de niña; iba con mis tías de Madrid a Alicante, y me entretenía con un libro infantil. Los vecinos de asiento dijeron que era imposible que yo supiera leer, y mis tías me pidieron que les leyera en voz alta. Imposible, repitieron: lo que pasa es que se sabe el cuento de memoria. Entonces mis tías me dieron un periódico y me hicieron leer los titulares. O sea que yo era una especie de bicho amaestrado circense. Tuvimos mucho éxito con nuestro número.

Cuento todo esto para intentar explicar el lugar que tiene la lectura en mi vida. Que es un lugar semejante al del esqueleto. Y luego viene la escritura, que es como la carne. Al igual que muchos otros novelistas, empecé a escribir de niña, y desde luego es una actividad para mí fundamental. Creo que muchos narradores sentimos que escribir nos salva de enloquecer, y que sin esa actividad nos haríamos pedazos. Pero siendo esto enorme y esencial, no tiene comparación con la lectura. Porque si dejara de escribir puede que me volviera majareta, pero si dejara de leer creo que me moriría.

Hace cuatro o cinco años, en la Semana Iberoamericana de Gijón (España), escuché una charla desternillante de la escritora argentina Graciela Cabal en la que explicaba de manera deliciosa esa íntima relación, o más bien oposición, de la lectura y la muerte. Ella decía que los lectores viven más, porque no se pueden morir hasta que acaban el libro que están leyendo; y como prueba citaba a su padre, a quien todos los días desahuciaba el médico, que movía tristemente la cabeza y decía: de esta noche no pasa. Pero el padre contestaba que estaba equivocado, porque antes tenía que acabarse El otoño del patriarca; y luego pedía a sus hijas que le trajeran libros más gordos.

La propia Graciela falleció hace un par de años, después de aferrarse a todos los libros que pudo, me supongo. Leer no la hizo eterna, pero sin duda enriqueció su vida enormemente. Por eso yo siempre he sentido tanta pena por la gente que no lee. Y no es porque la lectura te haga más culto y más libre (que también), sino sobre todo porque quienes leen viven mucho más. Los libros te ponen en contacto con los demás, te enseñan lo que otros saben, te permiten compartir el destino humano. Lectores y escritores formamos una sólida cadena a lo largo de los siglos, una trenza de palabras salvadoras. Porque leer nos rescata del encierro de la individualidad, de nuestra vida chiquita y nuestra muerte larga. Es curioso, porque el primer libro que recuerdo haber leído fue El gigante egoísta, uno de los cuentos para niños de Oscar Wilde. Yo debía de tener unos seis años, y al terminar el cuento advertí que la persona que había inventado la historia estaba muerta. Y comprendí por vez primera que estar muerto no era estar en otra habitación o en otra casa, sino simplemente no estar, una negrura enorme o inexplicable. Pero, pese a ello, ese hombre seguía contándome su cuento y desplegando sus palabras ante mis ojos. Puede que esa fuera la razón por la que me hice novelista.


Rosa Montero (Española).
Publicado en la Revista Ñ, no. 27.
Suplemento de Cultura del periódico Clarín (Buenos Aires).