La tía Pirata


Ilustración: Tatifer.

Por Addy Góngora Basterra.

Para Lichi y Tere, que de niñas corrían bajo la lluvia. 

La tarde es árbol de lluvia que ensombrece y refresca un fragmento de ciudad. Bajo el aguacero, dos niñas se escabullen por la abertura de la reja que limita una casa, corren hacia la calle inundada y juegan a atrapar en puños el agua en bajada. Calor de vacaciones, sol de verano convertido en lluvia y momentos familiares.

Mujeres llaman alarmadas a las niñas, pero ellas no escuchan. O no obedecen. Hay ocasiones en las que no conviene tener oídos para las mamás. El agua ha dejado a los niñas de tal manera que parecen recién salidas del mar; lluvia que ahora es pequeña laguna de ciudad. No hay peligro, no hay rayos, dice una de las adultas. Pero se pueden enfermar, dice la otra. No pasa nada, dice la tía que tal vez nunca sea mamá. Deja la terraza y va hacia la lluvia que las niñas intentan asir como lianas para balancearse en selva imaginada. Tarzanas de tarde pluvial. La lluvia se desploma, atrapa a la tía rescatista, la sujeta por los tobillos, trasmuta en medusa dormida su cabello, se le adhiere al cuerpo, es evocación de una escultura griega viviente, mujer de paños mojados, cuerpo sin edad.

—¡Esa pirata está tomando nuestros mares! —dice altanera una de las niñas.
—¡Al ataque! —convoca la segunda.

Las niñas se han ganado la complicidad de la tía Pirata, que les sigue el juego. Al ver a sus hijas nadando en el gran charco, las madres gritan infartadas ¡párense y vengan para acá! ¡se van a raspar codos y rodillas! ¡se van a morir de algo si se tragan esa agua!

El aguacero llena de piquetes la calle inundada y entre el escándalo del goteo quedan lejanos e inaudibles los gritos de salvación de las mamás. Ahora la tía Pirata es isla perdida en algún mapa de la infancia, panza a flote, con sus pequeñas islitas —crucificadas boca arriba en el charco— como brotes de tierra en bajamar. Estas son las mejores vacaciones de mi vida, dice una de las niñas con la certeza de sus nueve años. Hacía años que no me divertía tanto, dice la otra con su apenas estrenado lustro de edad.

La tía Pirata y la sobrinería pasan corriendo cerca de las mamás, descalzas y felices, desafiando la autoridad. Van al chorro que cae del techo por el desagüe. Creo que no tiene remedio, dice una de las mamás al escuchar el pedido de la tía Pirata que desvanece a su paso el grito: “Pasen el shampooooo”.

Bajo el chorro de agua cantan y bailan en filita, se turnan para la cascada artificial, concursan por la pose más ocurrente, por el peinado y la barba más extravagante hecha con espuma. Son todas ellas un conjunto escultórico de Fidias, tienen pegada al cuerpo la ropa y la vida, la dicha plena de una casa sin piscina y sin mar, una casa de ciudad que siempre será bendecida por lluvias que saben el camino preciso para llegar y sopesar el calor con frescura y repiquetear.

Lluvias con las que somos privilegiados y de las que hemos aprendido a resguardarnos, olvidando que son felicidad gratuita y natural.

Agosto, 2013.