Cuando él la miró por primera vez

Esta es la primera entrada del año en Letranías. No me había dado cuenta del tiempo que dejé pasar sin venir a compartir algo.

En octubre empecé un trabajo nuevo. Llevo unos meses en un empleo que disfruto mucho, vinculado al arte y a la cultura. Eso, aunado a otros compromisos y pasiones, me ha tenido ausente y por eso he tenido tan pocas entradas. Sin embargo todos los días pienso en Letranías: ya son cinco años del blog, ya es hora de algo diferente, ya es momento —incluso— de llevar Letranías a un espacio real, trasgredir el mundo virtual. Voy a hacerlo, la idea me hace feliz, lo deseo.

Mi vida está llena de vida. Hay personas, momentos y situaciones extraordinarias que se me antoja compartir a través de relatos. Mis días están llenos de historias. Quiero contarlas. Quiero compartirlas. Mientras configuro una nueva casa con domicilio en www.letranias.com seguiré escribiendo.

De hoy, por ejemplo, tengo esta historia.

A la hora de la comida vi a mi abuelo. Le pregunté cómo fue eso de que tenías dos nombres cuando era niño. Me contó que, si bien en su acta de nacimiento escribieron "Rubén Góngora y Castillo", a los pocos años mi bisabuela —que se llamaba Aída y que yo conocí como Dita— se casó con otro hombre y por eso mi abuelo fue a la primaria bajo el nombre y apellido de otro señor, Renán Negrón Castillo. Por eso Rubén Góngora no fue a la escuela ni hay boletas que acrediten su educación.

Cuando mi abuelo conoció a la mujer de quien nació mi padre, su nombre ya no era Renán y estaba enfermo de sarampión. Alguien le dijo que la Pipirina —así llamaban en el barrio a quien sería mi abuela, apodo derivado de Pipirín González, mi bisabuelo— estaba en el vecindario, allá por El Aguacate, en la calle cincuenta y ocho de Mérida. Que era guapa y piernuda.

Una tarde, cuando ya el sarampión le había devuelto la libertad y estando en las calles del barrio con la palomilla que lideraba, alguien aviso: “Áista, áista, ya salió la Pipirina a tomar el fresco”. Mi abuelo le daba la espalda al lugar donde ella estaba. Giró el cuerpo y entonces vio lo que únicamente podía ver, una falda haciéndole marea a un par de rodillas, las piernas saliendo del umbral de la puerta, extendidas sobre la banqueta; la otra mitad de su cuerpo —las caderas, el torso, los gestos— estaban dentro de la casa.

No me dijo mi abuelo si en esa ocasión se hablaron; cuando le pregunté cómo se conocieron me contó que en una de las tantas bachatas que se armaban con cualquier pretexto en las casas, posterior a ese avistamiento. A mi abuela le gustaba bailar. Nos lo heredó a mis hermanas y a mí; y por supuesto, a mi papá.

Mi abuela ya no está para contarme su versión de cómo conoció a mi abuelo. ¿Le habrán hablado a ella de Renán o de Rubén? Sólo tengo la historia de sus piernas y de cuando mi abuelo la vio por primera vez.