Una canción para dormir

«En el viejo bosque hay una casita, si vas allá te has de asomar...»


Por Addy Góngora Basterra.

Mi abuela no sabía hablar sin gritar. Su voz era pequeña únicamente cuando rezaba o al cantarnos a mis hermanas y a mí por las noches, cuando íbamos de vacaciones a Veracruz o cuando ella venía a Yucatán. Dormíamos en su cama mientras ella, desde la hamaca, nos arrullaba con una canción de perritos que iban a la escuela, la canción que siempre le pedíamos, la canción que acompasaba con pataditas que le daba a la cama para tomar impulso y arrullarse ella también, meciéndose. Parece que estoy oyendo el ruidito de la ese de la hamaca en la pared...

Hace un mes mi abuela tuvo un infarto cerebral. Según me explicó Eddie, mi primo, como consecuencia se le paralizaron ocho nervios del cuerpo, cuatro de un lado y cuatro del otro. Entre las cosas que no podía hacer era comer. ¡Mi abuela cocinera, mi abuela comelona! Su dolor era mío y me partía el alma, no podía soportar que esa mujer en rol de abuela que nos cantaba en la infancia y que siempre nos consentía, sufriera… ni que tampoco volviese a probar bocado de las delicias que le han llenado la vida de placer.


Era una cocinera de concurso. Una vez en Puebla consiguió unos chiles chipotles enormes y los hizo rellenos. Llegué un día a su casa, la mesa era un banquete mítico y todos nos sentíamos dioses en cada bocado, ¡qué sazón! Había de todo. En una de esas, con la voz megáfono, en paso rápido Mosín se fue a la cocina diciendo ¡los chiiiiiiiles!... y ahí venía de vuelta con la bandeja de chiles chipotles… capeados… cuando ¡ya todos habíamos comido!... milagrosamente a mi tía Leticia y a mí no sé de donde nos brotó otro estómago y nos los comimos t-o-d-o-s.


Creo que de todas las personas que conozco, es a la única que recuerdo diciéndome “Adita”. Mi nombre en diminutivo era una ternura en su voz.


El último día de octubre soñé con ella. El escenario del sueño fue el colegio Teresiano al que asistimos mis hermanas y yo, el lugar al que mi abuela iba a vernos bailar en festivales, disfrazadas de lo que pidiera la ocasión. Llevé en sueños a mi abuela a un lugar que ahora es eso, un sueño, una nostalgia. Llovía. Lichi, mi hermana, también estaba. Caminábamos. De pronto Mosín se detenía. Yo le miraba los pies y los tenía lastimados, en carne viva, ya los zapatos le habían provocado llagas, lo que pudiésemos hacer por ella tendría que ser —más que un reemplazo de zapatos— un proceso de curación. Llovía más fuerte. Estaba cansada de caminar, no podía dar un paso más. Yo no comprendía muy bien por qué habíamos ido ahí si no encontraríamos otros zapatos ni nada que pudiese ayudarla. Mi hermana le decía a Mosín que podíamos llevarla a buscar zapatos nuevos. Yo la miraba con interrogación (a mi hermana) y le decía que de nada serviría, porque lo que Mosín necesitaba era un alivio inmediato. Yo notaba en mi abuela un rictus de dolor que no he podido sacudirme y que me duele concebir como verdadero, es decir, pensar que en vida real sentía lo que su rostro en mi sueño reflejaba. Mi abuela ya no podía caminar, ya no podía seguir acompañándonos.


Mi familia ha empezado diciembre sin ella. Y yo estoy lejos de todos ellos, en otro país, a muchas horas de distancia incluso en avión.


Cuando la muerte nos toca cerca, se engrandece. Se nos forma un abismo. Cuando la muerte se lleva pedazos de infancia, cuando nos deja el humo de las velitas del pastel, la piñata rota… Cuando la muerte nos arrebata la idea siempre segura de ver a ese alguien que amamos… La muerte puntiaguda, ese navajazo al alma que sólo se siente cuando se ama…


Ayer por la noche le envié por celular un mensaje a mi papá diciéndole que lo abrazaba con todo mi amor, que lo acompañaba. Me contestó diciendo que estaba esperando las cenizas.




Cenizas.


Mi abuela. Mi abuela megáfono, mi abuela troglodita.


Cenizas.


Ahora ésta mujer que amé, ésta mujer que era mi abuela, es cenizas. ¿Y su tamaño? ¿Y sus formas? ¿Cenizas? Cenizas las del bolero en la voz de Eugenia León. Cenizas las del Marlboro. Cenizas las del Popocatépetl, ¿pero mi abuela, Mosín, cenizas? ¿Cómo?… si me están bailando en la memoria cha cha chá sus caderas, frondosas y veracruzano-yucatecas, la estoy viendo bailar con sus hermanas al ritmo de la marimba que acompañaba algunas fiestas, estoy viendo a Óscar, mi primo, un niño entonces, aprendiendo a bailar ricachá ricachá ricachá… ahí junto a ellas. Estoy viendo el tamaño de mi abuela en el sofá de la sala en mi casa, en Mérida, mientras yo toco el piano y ella escucha con los ojos cerrados. Estoy viendo el tamaño de mi abuela en la hondonada de la hamaca mientras nos canta En el viejo bosque hay una casita… la estoy viendo caminando en una calle de arena junto a mí en Chelem, yendo a la feria del pueblo, una noche llena de estrellas y de moscos que se nos iban encima como perros. ¿Qué hizo ella? Se alzó el vestido, se sacó el medio fondo, estos moscos van a saber quien es tu abuela, y como quien abre un camino a machetazos, ella con el medio fondo enviaba al más allá a los insectitos del demonio.


Esta mañana le pregunté por el messenger a Tere, mi hermana menor, si recordaba la canción de los perritos que iban a la escuela. Me la cantó toda y me hizo llorar, fue como en esas películas donde empieza alguien relatando un episodio y de pronto se encadena la escena con un flashback… Don Pipirulando les está enseñando, los perritos quieren aprender, paran las orejas y menean los rabos, y se apuran juntos a leer… y mientras leía a mi hermana en la ventana del msn, estaba en una dimensión alterna mi abuela cantándonos, meciéndose en la hamaca.


Ayer por la tarde me encontré a un amigo. Me miró por un momento con atisbo.


—Te veo diferente, como que te veo más chica.

—¿Ah sí? —dije yo. Quien sabe por qué será.

Seguimos platicando de otras cosas, pero el comentario me quedó dando vueltas. Hoy volví a verlo para tomar un café.


—Pienso que ya sé el motivo por el que me dijiste que me veías más chica: tengo la tristeza de una nieta que perdió a su abuela —le dije seria y él se quedó callado un momento; creo que de todas las cosas que pensó, ninguna sería esa.


La muerte de mi abuela me ha vuelto frágil y me ha empequeñecido un poco, en el sentido de que una parte de mí se pierde para siempre al irse ella y a cambio se me ha encendido de pronto esa parte niña por todos los recuerdos que se me han desbocado. Y él se dio cuenta al mirarme. Intuyó mi fragilidad —me había enterado de la muerte de mi abuela la noche anterior— y algo en mí denotaba esa fractura irreparable.


Yo no quería —ni nadie, como es lógico— que mi abuela viviera con sufrimiento. Entre otras cosas, para ella no volver a comer sería terrible. Su muerte es lo mejor que podía pasarle porque la vida que le esperaba ya no sería lo que ella conocía. Pero aún sabiendo que era lo mejor, no deja de ser doloroso. Cuando alguien que amamos muere, es cierto que lloramos esa ausencia, pero más que nada lloramos por nosotros mismos, por lo que perdemos de esa persona, por ese destierro, por ese sin retorno, por eso nuestro que se nos va, lloramos por eso que nos muere.


Sin embargo también lloro por los otros y no solamente por mí. Lloro por mi abuelo que perdió a su amor, a la mujer con la que convivió, durmió, viajó y rió los últimos sesenta años de su vida; lloro por mi padre, que perdió a su madre, consentidora hasta el delirio; lloro por mis tías que ahora sienten media orfandad y un dolor sin antecedente; lloro por mis primos que vivían en Veracruz y que la tenían cerca siempre; lloro por mi madre que compartió con ella los últimos días, cuidándola con más amor de hija que de nuera; lloro por mis hermanas que quisieran estar en Veracruz y que no pueden, lloro por todo lo que recuerdan. Lloro por mí y por el mundo que ahora acaba con mi abuela.


Se llamaba Sara. Nunca conocí a nadie que la nombrara así. Para todos era Mosa o Mosín. Y a pesar de tener megáfono incluido, con su canción de los perritos nos hacía dormir como benditas.


Y así deseo su sueño ahora.


Abue: hoy yo canto para ti.


@letranias