Mónica Mansour


© Brooke Fasani


Fragmento.
Mónica Mansour (1946) es argentina.
Tomado de la novela En cuerpo y alma (Editorial Planeta, 1991).


Los objetos son parte de uno, si uno se los permite. Por eso, cuando a uno se le rompe algo, una cuerda importante, o se interrumpe algún paso que debía ser fluido, los objetos lo resienten. Tal vez haya escépticos que crean que estoy fantaseando, pero ¿a quién no le ha sucedido que justo cuando recibe una mala noticia, de esas que hunden el corazón en una sustancia espesa o aplastan las espaldas hasta que uno ya no puede ni moverse, o sobreviene una desilusión que puede aplicarse a infinitas circunstancias como explicación totalizadora, simultáneamente sucede que se funde el foco, se quiebra un espejo, se desarman las hojas de un libro mal pegado, o se esconden las cosas que uno más necesita y por más que se buscan no se dejan encontrar, y cuando uno va a escribir que todo sale mal, en ese momento, como en la d o la o, se acaba la tinta de la pluma y el lápiz no tiene punta? Éstas no son coincidencias ni casualidades ni azares de la vida, como solemos llamarlas en otros momentos cuando todo sale bien. No es cierto. Lo que pasa es que las cosas sienten, nos sienten, y se enojan o se aterran o se entristecen ante la vida de su dueño. Sí, sienten, pero también a veces presienten, y comienzan a manifestar sus emociones, confusiones, miedos y congojas antes que nosotros. Es una cortesía, en realidad. No digo que lo hagan de manera inconsciente y nos ganen en el tiempo, sino más bien que es una advertencia para que estemos preparados para lo que nos espera. Yo lo sé porque ya me ha sucedido más de una vez.

El foco se fundió, el socket se zafó y se desprendió de la lámpara que le daba su razón de ser, quise sacar un papel y toda la montaña de carpetas se derrumbó y cayó al suelo en un desorden enloquecido, las hojas en el florero se secaron, las flores se marchitaron, el libro cayó como techo de dos aguas y retorció a todos sus personajes, la aguja del tocadiscos portátil saltaba todos los surcos sin marcar paso a paso el recorrido, las tachuelas que sostenían el cartel en la pared se despegaron y se escondieron. Me puse a llorar. Ante tantos avisos urgentes, no era difícil prever la tormenta que se acercaba. Saqué una foto de los objetos para que recordaran sus propios gestos. Me puse a llorar durante tres días y tres noches hasta que se me acabó el agua y el aliento. Entraba algo de luz por la ventana, como de amanecer o de atardecer, levanté la cabeza y allí, sentada en la escueta silla de madera gris, estaba Susan. Mi cuello no tenía fuerza, mi garganta no tenía voz, me dormí. Cuando desperté horas, días después, Susan se puso de pie en silencio y salió de mi habitación. Las paredes, los muebles, la lámpara rota me dijeron dónde estaba, me dijeron que la tormenta ya había pasado, me pidieron que cambiara todo de lugar y formara un cuarto nuevo y un mundo nuevo, me aseguraron que no importaba si la memoria había cerrado sus puertas.

Me miré en el espejo y era yo. El espejo estaba intacto.

...