El oculista




Cecilia Eudave*.  
Publicado en el libro Registro de imposibles.

Esta pasión de mirar como te miran comenzó hace años. Yo todavía no trabajaba para el gobierno y era joven, fue cuando llegó a mí un cliente al cual para proteger su identidad llamaré B. B tenía unos ojos muy grandes y claros (también evitaré dar el tono de ellos para que a su vez guarden anonimato).

—Algo me pasa en los ojos... —dijo.

Y calló unos segundos mientras me miraba como si no se atreviera a continuar. Entonces yo me aventuré a sacarlo de ese estado:

—¿Qué le pasa a sus ojos?

—Con el derecho veo una cosa y con el izquierdo otra.

Contestó pesadamente.

—Mmm. Cuénteme más.

—El ojo derecho ve lo que usted hace en este momento: consultándome. Pero el izquierdo está siguiendo la vida de otra persona que se encuentra a muchos kilómetros de aquí.

Yo quedé mudo. ¿Cómo un ojo puede estar persiguiendo la vida de otra persona sin estar físicamente detrás de ella? Mi cliente era un perturbado mental, sin duda. Pero con la mente abierta que da la juventud y la necesidad de conservar a los primeros pacientes, yo intenté no mostrar mi incredulidad y acerté en decirle con una seguridad asombrosa:

—No se preocupe, vamos a dar con el origen de su problema.

Tomé mi lamparita (nervioso, desconcertado) y observé sus ojos detenida e incansablemente. Dentro de los iris de B existían diversos funcionamientos visuales como en cualquiera. Del lado derecho se acumulaban las imágenes certeras cohabitando con las imágenes que B seleccionaba de todo aquel universo de visión. Su ojo derecho veía el presente, las acciones normales y cotidianas. Le permitía desplazarse por el mundo, mirar a los otros como lo miran y lo ignoran, le temen y lo desean, se aproximan y se alejan, lo analizan y lo penetran. Con el ojo derecho B llevaba su vida cotidiana. Podía cerrarlo y atraer contra sí los recuerdos de las imágenes inmediatas, las que su nervio óptico acababa de reciclar en su cerebro.

¡Pero el izquierdo! Ahí se desataron los problemas de la consulta. Ese ojo era un rebelde, un anarquista de la visión. Un desertor de las buenas costumbres, de la normalidad. Ese ojo era un hijo de la locura, en él yo no vi mi figura reflejada, ni la luz de la lámpara, ni el entorno de mi consultorio. Ahí, en ese ojo, había otras imágenes...

—¿Por qué? —le pregunté abatido después de examinarlo incansablemente—. ¿Por qué no mira lo que debe mirar si es un ojo perfecto y funciona como cualquier otro?

—Porque está enamorado.

Si usted esperaba una respuesta menos inquietante o menos ordinaria, más identificada con un proyecto secreto o de guerra... Quizá hasta imaginó una posesión diabólica, o una herencia de hechicería. Tal vez la intervención de un virus nuevo en el ambiente, o el principio de una locura certera. ¿Por qué no una mutación? O un avance genético que a todos nos espera. Pues no, ese ojo izquierdo estaba enamorado, simplemente.

—Cuénteme —le dije tratando de ocultar la voz un tanto trémula.

B comenzó a narrar y yo a registrar en una pequeña grabadora (que saqué hábilmente del cajón de mi escritorio) aquello. Mi inquietud científica había caído fulminada por esa particularidad.

—Yo no debí jamás encontrarla, pero la encontré. Cosas de ese cruel destino que a todos nos ataca. Ella estaba ahí como si fuera su pertenencia, sin saber por qué, usted sabe, la ignorancia sentimental es la peor de las ignorancias. Yo no me di cuenta inmediatamente de esa cadena de afección, fue mi ojo izquierdo el que ya no pudo separarse de ella. Notaba que si yo miraba hacia un lado, él lo hacia opuestamente. Mi ojo era como un girasol que la seguía como a la luz. Así, ella acaparó mi campo visual trastornando mi entorno. Estrabismo, pensé, padezco de estrabismo. Y fui directamente al oculista, al primero, que no encontró nada raro, me recetó unas gotas para la resequedad y me mandó a casa.

Con esa breve tranquilidad me tumbé en la cama. Intenté cerrar los ojos y sólo el derecho obedeció. Por más esfuerzo que hacía para que el párpado izquierdo cayera, no cedió. Fue cuando sentí un golpe en las pupilas y la vi a ella frente a mí. Era tan real, se acercaba amenazadoramente. De pronto entró violenta en mi ojo izquierdo y me distrajo los nervios, la fuerza, la templanza. Después me vino una fiebre dolorosa, una fiebre del pensamiento: sólo pensaba en ella, sólo la veía a ella. Mi ojo izquierdo sufrió una inflamación profunda, se enrojeció en extremo. Comencé a ver borroso, cada vez más. Luego las imágenes se aclararon y el derecho volvió a la normalidad, pero el izquierdo guardaba una imagen: la de esa mujer. Estaba ahí, pálida y desierta como una duna ondulante en la pupila dilatada, calzándose unos zapatos de tacón. Me consulté por segunda vez. El oculista de ese entonces me recomendó no forzar la vista e ignoró por completo la historia de mirar a distancia a otra persona. Sólo prestó atención a mi relato cuando le dije que sentía como sí trajera una piedrita en el lagrimal: "Algo dentro del ojo me lastima". El tomó su lamparita e inició la exploración. "Sí, en efecto veo algo" y buscó unas pequeñas pinzas. Con trabajo comenzó a extraer del lagrimal un diminuto zapato de tacón. Con extrañeza lo examinó bajo su lupa y, guardando su turbación, agregó: "Lo que hacen ahora, puras miniaturas. Cuánto riesgo para los ojos". Le pedí que me diera aquello y salí de ahí consternado...

Detuvo su relato y comenzó a rascarse el ojo izquierdo. Después llevó su pañuelo hasta el lagrimal y lo apretó con fuerza. Lo miró y me mostró el contenido.

—Bueno, esta vez es un cenicero, fuma mucho...

Anonadado miré aquella miniatura y la tomé entre mis manos para examinarla. B continuó el relato sin percatarse que yo casi perdía el aliento.

Pero llorar pequeños objetos no era un problema. Bueno, al principio sí, pues la inflamación me molestaba mucho, pero aprendí a extraerlas a tiempo y el dolor se hacía breve. Lo que realmente me molesta es que mi ojo izquierdo sólo la ve a ella. La sigue por todos lados, como si fuera una cámara secreta la persigue por doquier. De aquí para allá mi ojo la vigila y la conoce. Desde que se levanta hasta que vuelve a la cama. Sabemos sus hábitos, sus recorridos por la ciudad, sus debilidades, sus preferencias, sus aflicciones, sus perversiones, sus odios y sus aprecios. Todo aparece ante mi ojo izquierdo mientras yo fijo sólo la vista en el techo de mi habitación. Soy un voyerista y me avergüenzo de observar la vida de alguien como si estuviese frente a una pantalla. Intenté clausurar mi ojo, parchar esa realidad que no era la mía. Sin embargo, el izquierdo no hace caso a nada y aún así mira. También es fetichista, por eso llora pequeños objetos, los roba. No me mire así, yo creo que los mira tan fijamente que los atrae hasta sí y luego los llora. No sé cómo lo hace, es su secreto. Así nos hicimos de zapatos, anillos, aretes, medias, blusas, plumas, platos, cucharas, sábanas, fotografías, lencería, todo mi ojo izquierdo lo llora para él y para mí. Porque yo también me he enamorado, tanto seguimiento de su vida acabó por conquistarme.

B volvió a resguardarse en el silencio. A perder su vista en un punto lejano de la habitación mientras yo trataba de escrutar aquellos ojos extraños y cristalinos. Suspiró y continuó la historia.

—Reflexioné mucho y decidí tratar de acercarme a ella, pues la locura acabaría por envolver mi cerebro si no la tocaba, sino hacía física todas esas imágenes. Coincidimos en una fiesta. Ahí estaba. Por primera vez mi ojo derecho e izquierdo veían lo mismo, salvo cuando ella desaparecía de mi campo de visión, entonces el izquierdo como un guardaespaldas la monitoreaba. Ella me descubrió entre la gente, me miró y me lanzó una sonrisa de reconocimiento. Me saludó de lejos como si fuera un viejo conocido, alguien con quien se topa todos los días. Sentí la incomodidad de estar tan presente en su vida que ya no le excitaba verme. Sentí que no me añoraba como cuando deseas poderosamente encontrarte con alguien y cuando estás cerca ya no sabes cómo comportarte, ni qué hacer. Me entristecí y me varé en mis conflictuados sentimientos, mientras el maldito ojo izquierdo la perpetuaba por cualquier parte. Después de varias copas me atreví a buscarla. Necesitaba hablar con ella, que me escuchara. Yo conocía su voz, su sonrisa, sus movimientos, pero ella seguro nada de mí...

El ojo derecho de B se enrojeció y se humedeció traicionando la serenidad de su rostro, la entereza de su voluntad, la decisión de continuar su relato. Me pidió que cerrará un poco las persianas pues la luz cada vez le hacía más daño. Tragó un poco de saliva y prosiguió.

—Por fin las circunstancias nos arrojaron a estar juntos y solos. Ella me sonrió con esa sonrisa que yo sabía de memoria. "Te conozco como nadie te conoce", le dije. "Lo sé", y agregó: "Puedes llevarte los objetos que quieras, puedes mirarme cuando quieras, puedes, pero jamás podrás tocarme. Así lo queremos yo y tu ojo izquierdo. Además tú no eres el único." Se dio la vuelta, tomó su bolso y se fue. Mi ojo izquierdo tras ella. Yo me quedé atascado en mi cuerpo con mis sensaciones, con mi ansiedad corporal.

B se incorporó de golpe y me dijo con mucha determinación:

—Quiero que me extirpe el ojo.

Me comentó que no era yo el primer oculista que veía. Recorrió un largo camino antes de llegar a mí y todos se negaron a sacarle el ojo porque estaba completamente sano, aludiendo que B era quien necesitaba un tratamiento de otro tipo.

—Pero usted ha visto cómo lloro objetos, eso es lo único a lo cual tengo acceso en esta relación que me tortura.

Accedí a extirparle el ojo. Debo admitir que quería quedarme con él y diseccionarlo, estudiarlo para dar con el origen del fenómeno. B aceptó donarme el órgano si yo lo operaba inmediatamente. La intervención fue sencilla. El ojo no opuso resistencia. Salió del rostro de B sin ningún conflicto. Yo me quedé con él y lo estudié hasta el cansancio. No descubrí nada, era normal, orgánicamente perfecto. Acepté mi desilusión porque la ciencia es así: fatalmente certera ante los hechos.

Seguí viendo a B hasta que sanó la herida. Mi cliente estaba tranquilo y poco a poco se fortalecía su ánimo. Y antes de marcharse definitivamente -ya se había recuperado por completo de la operación-, me atreví a preguntarle:

—¿Está seguro que extirpar el ojo fue la mejor solución? ¿No extraña a veces esas imágenes? ¿Esa insólita particularidad en su persona?

—Sí, pero la vida es más que una imagen...


* Cecilia Eudave (1968) es mexicana. Nació en Guadalajara, Jalisco. Doctora en Lenguas Romances (Montpellier, Francia). Es autora y editora de los libros: "Hacia un concepto de poesía. Antología de poesía Española contemporánea", "Técnicamente humanos", "Invenciones enfermas", "Registro de Imposibles", "Países Inexistentes", entre otros. Actualmente es profesora e investigadora en la Universidad de Guadalajara. Escribe la columna Coordenada Fantástica en la revista electrónica Literaturas.com