Serenata anónima de un saxofón



Ilustración de Alberto Ruggieri



Anoche fue la entrega de los Grammy Latinos en Las Vegas. En uno de los cortes que hizo la programación de TNT para darle entrada a anuncios comerciales, en ese segundito, se coló en mi espacio el sonido tenue de un saxofón. No me pareció extraño pues Aníbal, el chico que vive “nextdoor” y con el que comparto el séptimo piso de este edificio, es músico. Suele reunirse con amigos a tocar; lo raro fue que nunca había oído saxofón, sí guitarras y teclados. Puse en mute la televisión para escuchar.

Distintos a los aplausos de los Grammys y a los cientos de personas que se ponían de pie cuando algún personaje hacía lo suyo en el escenario, a mí me puso de pie el saxofón y los aplausos que escuché en la calle. La ventana de mi habitación da a la avenida, así que corrí el cristal y me puse de codos para ver qué pasaba: era un muchacho que con sonidos desteñidos por lejanos, musicalizaba con un saxofón nostálgico y sin acústica el trecho de la avenida a cuya vera vivo y a cuyos sonidos motorizados ya estoy acostumbrada.

Saxofón con aires de mitología y encantos de cantos que conducen a la perdición: ¿quien se resiste a su sonido? ¿quién no busca con la mirada el sitio de donde proviene y se detiene a escuchar? Pensé en Ulises y en su tripulación cuando oyeron en su travesía el canto de las sirenas: es difícil resistirse a la seducción de la belleza, al sonido que nos sacude algo interior cuando surge de pronto.

El muchacho estaba en la acera de enfrente, a varios metros de distancia. No podía verlo con claridad porque estaba debajo de unos árboles que frenaban la luz del farol. Cuando el chico se movía, parecía el saxofón un anuncio luminoso de esos que parpadean agonizantes cuando están a punto de fundirse. En la oscuridad el metal resplandecía. Era el saxofón como esos peces cuyas escamas brillan cuando el sol ilumina por un instante ese ágil e inasible nadar. Así, como una enorme lentejuela, brillaba fugaz. Igual de fugaz como su sonido: el muchacho, medio borracho, no podía estar de pie sin tambalearse, y así también era su música, porque tras las notas de una canción iniciaba otra, se tambaleaba en su repertorio, pasaba de un trecho a otro intercalando pedacitos, retazos de canciones.

Lo estuve observando un rato hasta que, como pudo, guardó su saxofón en el estuche. Cada vez que se agachaba perdía el equilibrio. Había junto a él una botella. Y, me parece, una tristeza. No estaba esperando a nadie ni a nada; por un momento pensé que tal vez mientras esperaba un colectivo le había dado rienda suelta a su música… pero después me di cuenta de que no… simplemente había elegido los escaloncitos de un umbral para sentarse a beber… y que movido sabrá dios por qué nostalgia se puso a enhebrar en el saxofón la serenata anónima de una canción hecha con varias.

Cuando le dieron anoche el Grammy Latino a Juan Gabriel como Persona del Año, dijo al estar frente al micrófono: “Quiero dedicarle este premio a todas las personas que están comenzando su carrera, que andan por la calle, que andan por ahí intentando, soñando, buscando una oportunidad”.

Miré a la calle y el chico se había ido con su música a otra parte sin saber que le había dedicado un premio un hombre que, tal vez, hace varios años en una ciudad fronteriza, dando traspiés caminaba tarareando como un loco por la calle canciones que nadie conocía, soñando que un día alguien las cantaría, intentando, buscando una oportunidad…



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