Océano mar


Ayer compré un libro. Me pasa a veces como a los niños que no han todavía pagado un chocolate y ya se lo están comiendo. Salí de la librería feliz con los primeros párrafos ya saboreaditos y al subirme al subte, cuyos asientos como es lógico un viernes por la tarde-noche en la estación 9 de julio, ya estaban todos ocupados. Me quedé recargada en la pared del vagón, junto a la puerta, y seguí leyendo.

Suelen preguntarme amigos extranjeros que también viven aquí o gente que está en México, por qué me gusta Buenos Aires. A veces no sé qué responder, generalmente respondo "porque es una ciudad caminable". Pero ayer me di cuenta que también me gusta por otra cosa: porque la gente lee.

Ayer, en el trayecto que hice en el subte, cerca de mí estaban varias personas con libros abiertos. Me daba risa porque se las ingeniaban, igual que yo, para acomodarse de tal manera que pudieran seguir leyendo entre el apachurramiento que se provoca en algunas estaciones. Una mujer pelirroja llevaba bajo el brazo los "Cuentos reunidos" de Clarice Lispector, la edición de Alfaguara que está bastante nutridita. Otro señor estaba leyendo a Mario Bellatín... junto a mí había un niño leyendo a Harry Potter y un señor con "Ángeles y demonios"; el niño y el señor eran familia, americanos, ambos leían y se hablaban entre ellos en inglés. Me gustó ver la conjunción de geografías y fantasías que habían ido a dar al mismo vagón... Clarice... Bellatín... J.K. Rowling y Brown... pues confieso: me encanta andar metiendo los ojos en los libros ajenos y ver qué es lo que los demás están leyendo.

El de Ángeles y demonios, Harry Potter y yo íbamos tan metidos en la lectura, que si no hubiera sido por el niño nos seguíamos de largo los tres, pues el Potter le dijo al Brown: ¡Olleros!.

¡Olleros!

También era mi estación, así que nos bajamos los tres; Bellatín y Lispector siguieron de largo.

Hoy identifico que esa es una razón más por la que me gusta Buenos Aires: la gente se acompaña de lectura.

Pero como decía: ayer compré un libro. Me dejé seducir por el título y su autor, Océano mar de Alessandro Baricco. Extraño el mar y todo lo que tenga que ver con él me hace bien, así que caí en la dulce tentación de sus páginas y ahora lo tengo junto a mí. Éste párrafo que transcribiré lo leí ayer, de pie en el subte y recostada en la pared del vagón, entre estación y estación, entre el barullo, la gente que sube y te empuja, entre "Ángeles y demonios" y Harry Potter... olvidándome por momentos de donde estaba y feliz por haberme dejado elegir por páginas como esta que me hacen mejor la vida. Para contextualizar el párrafo, imagínense a un hombre que está en una playa tranquila, con un caballete anclado en la arena:


Sigue mirando fijamente el mar: Silencio. De vez en cuando moja el pincel en una taza de cobre y esboza sobre la tela unos cuantos trazos ligeros. Las cerdas del pincel dejan tras de sí la sombra de una palidísima oscuridad que el viento seca inmediatamente haciendo aflorar el blanco anterior. Agua. En la taza de cobre no hay más que agua. Y en la tela, nada. Nada que se pueda ver.

Sopla como siempre el viento del norte y la mujer se ciñe su chal violeta.

—Plasson, hace días y días que trabajáis aquí abajo. ¿Para que os traéis todos esos colores si no tenéis valor para usarlos?

Eso parece despertarlo. Eso le ha afectado. Se vuelve para observar el rostro de la mujer. Y cuando habla no es para responder.

—Os lo ruego, no os mováis —dice.

Después acerca el pincel al rostro de la mujer, vacila un instante, lo apoya sobre sus labios y lentamente hace que se deslice de un extremo al otro de la boca. Las cerdas se tiñen de rojo carmín. Él las mira, las sumerge levemente en el agua y levanta de nuevo la mirada hacia el mar. Sobre los labios de la mujer queda la sombra de un sabor que la obliga a pensar "agua de mar, este hombre pinta el mar con el mar"...


Alesandro Baricco (1958) es italiano.
Tres años después a ésta novela publicó "Seda", novela que fue un éxito editorial y que ha tenido lectores por todo el mundo pues ha sido traducida a muchos idiomas.

A propósito de la seda, hay otra parte de la novela que leí en el subte y que también quiero compartir. Es un fragmento del segundo capítulo:


Tampoco hay que olvidar la historia de Edel Trut, que en todo el País no tenía rival en tejer la seda y por ello fue llamado por el barón...

(...)

—¿Qué ves, Edel?

En la habitación de la hija, el barón está de pie frente a la pared larga, sin ventanas, y habla despacio, con una dulzura antigua.

—¿Qué ves?

Tejido de Borgoña, de buena calidad, y paisajes como hay muchos, un trabajo bien hecho.

—No son unos paisajes corrientes, Edel. O por lo menos, no lo son para mi hija.

Su hija.

Es una especie de misterio, pero hay que intentar entenderlo, sirviéndose de la fantasía, y olvidar lo que se sabe, de modo que la imaginación pueda vagabundear en libertad, corriendo lejos por el interior de las cosas hasta ver que el alma no es siempre diamante sino a veces velo de seda —esto puedo entenderlo —imagínate un velo de seda transparente, cualquier cosa podría rasgarlo, incluso una mirada, y piensa en la mano que lo coge —una mano de mujer —sí —se mueve lentamente y lo aprieta entre los dedos, pero apretarlo es ya demasiado, lo levanta como si no fuera una mano, sino un golpe de viento, y lo encierra entre los dedos como si no fuera dedos sino... —como si no fueran dedos sino pensamientos. Así es. Esta habitación es esa mano, y mi hija es un velo de seda.

Sí, lo comprendo.

—No quiero cascadas, Edel, sino la paz de un lago; no quiero encinas sino abedules, y esas montañas del fondo deben convertirse en colinas, y el día, en atardecer; el viento, en brisa; las ciudades, en pueblos; los castillos, en jardines. Y si no queda más remedio que haya halcones, que al menos vuelen, y muy lejos.
Sí, lo comprendo. Sólo una cosa: ¿y los hombres?

El barón permanece callado. Observa a todos los personajes del enorme tapiz, uno a uno, como si estuviera escuchando su opinión. Pasa de una pared a otra, pero ninguno habla. Era de esperar.

—Edel, ¿hay algún modo de conseguir hombres que no hagan daño?