Aquella noche huracanada de diciembre

Boletos para el circo


Eliseo Alberto, escritor cubano.
Fragmento de la novela La eternidad por fin comienza un lunes.

No se había equivocado el corazón. Asdrúbal y Anabelle se amaron en un solo e inagotable beso. La trapecista se fue deslizando hasta acostarse en el piso del carromato, sin dejar de besarlo; y sin dejar de besarla el mago la cubrió bajo el ala rojinegra de la capa. A lo lejos se escucharon los acordes de la música que llamaba a la segunda parte del programa, y por los altavoces se anunciaron como buenos los chistes del payaso, pero ellos siguieron besándose y desvistiéndose sin importarles otra cosa que no fuese desnudar por completo el amor. 

Ese domingo tremendo, de experiencias contrapuestas, de verificaciones conmovedoras, ese domingo extraño que había comenzado con la tristísima muerte y el solitario entierro de un león y que estaba terminando con el hallazgo o la invención de la felicidad, Asdrúbal descubrió que, en la recta final de la vida, la vida le había concedido el privilegio de saber que gracias al amor y solamente al amor encontraría salida del laberinto que era, a fin de cuentas, la encrucijada de vivir como él había vivido, a contracorriente, porque a fin de cuentas la cuenta que cuenta es la suma de los momentos en que el ser humano vence el miedo magistral de entregarse entero a otro ser humano. Y fue ese domingo, tendido en el suelo del carricoche, ardiendo junto a su bailarina, que el mago acabó de acabar el nunca acabado conjuro de la magia, porque supo que todo el rumbo de su existencia, aquella trocha hasta entonces vencida a ciegas, era la ruta necesaria que lo conducía hasta una muchacha de ojos almendrados, como de ciervo atrapado en las redes cazadoras de una inmerecida tristeza, y supo que sus ojos, los de él, que tanto habían mirado a lo largo de la marcha, no habían perdido la inocencia sólo para poder mirar al amor sin avergonzarse, y para verla a ella, a ti, desnuda, isla nunca descubierta, y que sus manos, las de él, que habían golpeado a las puertas pidiendo amparo, que habían escrito mensajes en la arena de una playa, allá en el país perdido de su infancia, manos que se habían agarrotado de tanto decir adiós a sus contadas alegrías, aquellas manos deshechas por la laca del tiempo, sus pobres manos, Anabelle, habían estado esperando día tras día y noche tras noche, sin quejarse, la oportunidad de tocarla a ella, de tocarte a ti, ciervo escapado de la trampa, patria nueva, y entendió que para que el conjuro se acabara de acabar urgía añadirle sólo una palabra, una palabra que encarnase en sí misma las carnes de las palabras mismas y significase todos los significados posibles e imposibles, una palabra única como el sabor de la sal, precisa como la sombra de una palma, redonda como un aro de fuego, una palabra que se pudiese sufrir, que se pudiera poseer al pronunciarla, y ninguna le pareció mejor que la palabra mujer, claro, mujer, la simple palabra mujer, una palabra recién estrenada, inventada, amada, dicha al final cósmico del conjuro, luminosa luna en el fondo sin fondo de la felicidad. 

Te quiero, pensaron en silencio, y rindieron la conciencia a los sentidos. Se miraron por dentro, se olieron los sudores, se escucharon los deseos, se palparon los cuerpos, se probaron los sexos, porque aquella noche huracanada de diciembre podía no repetirse y su recuerdo debía alcanzar para toda la vida.